«Érase una vez un cuartel donde había cinco puestos de guardia, con vigilancia las 24 horas del día. Un soldado en pie, fusil en mano, debía soportar cualquier inclemencia del tiempo de la forma más imperturbable posible.
Pero llegó al cuartel un soldado educado en la familia y en la escuela en un sistema de disciplina inductiva. En su primera guardia, dedicó todos sus turnos a intentar descubrir las razones de estos cínco puestos de guardia. Finalmente, le pareció razonable, en términos militares, el que, en una institución con armas, hubiera puestos de guardia; y el que éstos se situaran en lugares estratégicos, por donde algún terrorista o delincuente pudiera entrar. Pero fue incapaz de descubrir una sola razón que justificara el quinto puesto de guardia: estar de pie, junto a un banco de madera, en medio del patio interior del cuartel.
Sorprendido empezó a preguntar, siguiendo el orden reglamentario, a su cabo, sargento, teniente, capitán, etc. Y todos le dieron la misma respuesta: …
Pero llegó al cuartel un soldado educado en la familia y en la escuela en un sistema de disciplina inductiva. En su primera guardia, dedicó todos sus turnos a intentar descubrir las razones de estos cínco puestos de guardia. Finalmente, le pareció razonable, en términos militares, el que, en una institución con armas, hubiera puestos de guardia; y el que éstos se situaran en lugares estratégicos, por donde algún terrorista o delincuente pudiera entrar. Pero fue incapaz de descubrir una sola razón que justificara el quinto puesto de guardia: estar de pie, junto a un banco de madera, en medio del patio interior del cuartel.
Sorprendido empezó a preguntar, siguiendo el orden reglamentario, a su cabo, sargento, teniente, capitán, etc. Y todos le dieron la misma respuesta: …